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El teatro, los afectos y el virus.

Como a quien se le invita a colocarse en el ojo del huracán más grande, una extraña mezcla de circunstancias permitió que -durante los meses de junio y julio- pudiera ensayar una obra de teatro y estrenar frente a más de dos mil personas, todas de carne y hueso. 

La obra fue Antígona, el mismo texto que en 2015 produjo la UNAM y que tuvo una larga vida tanto en temporadas de la Ciudad de México como girando por distintas latitudes. Domingo Cruz, productor extremeño al frente de El Desván Producciones, la vio en el Teatro Juan Ruiz de Alarcón en aquella primera temporada y, cinco años después, finalmente se dieron las circunstancias para que pudiera hacerse en España; elenco, producción, equipo creativo, coro de jóvenes tebanos y puesta en escena… todo nuevo. El contexto fue el Festival de Teatro Clásico de Mérida, quienes junto con el Teatro Español y la embajada de México en España produjeron el montaje. 

En febrero, cuando la noticia de la pandemia empezó a monopolizar los noticieros, la conversación con Domingo giraba en torno a: “Está fuerte, cerrarán los teatros por ahora, pero no hay manera de que nos afecte en julio para Antígona. El virus no resistirá el calor.” A mediados de mayo: “Sería un milagro si la obra ocurre, no hay elementos para imaginar un escenario positivo. Qué mierda.” El 30 de mayo: “Vuelas mañana, tienes que hacer 14 días de cuarentena al llegar a Madrid, empiezas ensayos el 15.” De estar durante poco más de dos meses prácticamente sin salir de casa al Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México; aterrorizado de subirme a un avión y llegar al país que en México se utilizaba para ejemplificar lo que no podía pasarnos. Curioso que ahora que estoy a punto de regresar a casa, México es el país que se utiliza para ejemplificar eso mismo.

¿Por qué es extraño?

El primer ensayo fue, por decir lo menos, extraño. Un grupo de personas que no nos conocíamos, todxs con la cara cubierta por telas y plásticos, saludándonos a distancia mientras con la mirada nos pedíamos disculpas por no ser un poco más cálidos. La pregunta obsesiva: ¿ensayaremos con estas cosas en la cara?. Antes de ese día nos habíamos hecho la prueba de COVID-19; fuera de una de las actrices que ya había pasado por la enfermedad, ninguno tenía coronavirus ni anticuerpos. Estábamos frente a una pregunta complicada. ¿Qué pasa si alguno enferma? 

Hacer teatro siempre es un acto de equilibrismo, pero aquí lo era un poco más. Si alguien se sentía mal y daba positivo en la prueba de COVID-19 tenía que aislarse, eso no estaba a discusión. Pero los escenarios que eso abría con respecto al montaje (que frente a la salud de alguien del equipo importaba menos, naturalmente) eran tantos y tan variables que decidimos seguir adelante sin un plan B. Frente a la eventualidad, decidiremos, concluimos. 

Hacer la obra rondaba el heroísmo y la imprudencia. A todas luces era mala idea y a todas luces era la mejor idea del mundo. Para el Estado Español éramos convivientes, es decir, vivíamos juntos y por lo tanto podíamos tener las bondades de quienes comparten espacio, tiempo e intimidad. Sabíamos que las funciones serían con el rostro desnudo, pero dudábamos cuándo y cómo llegaríamos a ese momento. Actrices y actores iban sintiendo, cada vez más, la necesidad de despojarse de los escudos; la emisión del sonido se modificaba, las manos chocaban con el plástico, los reflejos sobre la careta hacían huidiza la mirada… 

El estreno:

A diez días del estreno, asumiendo autoridad en un área que está lejos de ser la mía, les pedí que se descubrieran el rostro. Ese primer ensayo fue eufórico. Nótese que no hablo de sensatez, sólo de víscera.

Pero quizá lo que más me conmovió con respecto al uso y desuso de las recomendaciones sanitarias fue la manera en que los afectos se las ingeniaban para colarse por los huecos que la sana distancia y el borde de los plásticos permitían. La fragilidad a la que orilla el teatro pide de manera salvaje ser retribuida con empatía, y ahí las herramientas más eficaces son rudimentarias: tomar la mano de alguien, decir de cerca una palabra cálida, un abrazo… el contacto. Ese que se nos prohibió por motivos de salud pero que -durante el proceso de ensayos y puesta en escena- poco a poco pujaba por salir, a pesar de los riesgos. Es cierto, en los días previos al estreno, con el estrés de saber lo que se venía, con la conciencia del peso histórico que hacer teatro en este momento implicaba, asumiendo la responsabilidad de contarle a un importante número de personas la primera historia después del confinamiento, en ese momento, cada vez que estábamos solos nos abrazábamos, nos tomábamos las manos… y después nos poníamos de vuelta el cubre bocas. Este equipo fracasó en el intento por hacer teatro con desapego.

Mención aparte merecen las funciones. El Teatro Romano de Mérida no necesita de ninguna pandemia para que el presentarse ahí sea una experiencia alucinante, pero por si la arquitectura no convocara suficiente sentido ritual, ver que la gente se desplazaba desde distintas ciudades de España para ASISTIR AL TEATRO era muy conmovedor. 

Intuyo que para quienes participamos en esas funciones nos tomará un tiempo entender la dimensión de lo que pasó esos días. Cuando el teatro ocupa buena parte de nuestra vida, corremos el riesgo de reparar poco en los motivos para hacerlo, a veces no hay tiempo mas que de caminar hacia adelante. Esta Antígona en Mérida, estrenada el 22 de julio de 2020, fue una oportunidad para que pensáramos muchas veces por qué el teatro es importante, tanto para quienes lo hacemos como para la sociedad que lo disfruta. Esa sobredosis de pertinencia, la surrealista presencia de los reyes de España en el estreno de una obra que dice lo que dice sobre la monarquía, observar a más de 1500 personas por función, en silencio, atendiendo la ficción detrás de los cubrebocas, las columnas de ese lugar, saber que el oscuro final depende de qué tanta luna haya esa noche, todo eso, junto, plantó una huella importante en nuestra memoria.

La nostalgia posterior no es poca.

Sabemos que habitar ese estado de excepción fue un extraño privilegio y deseamos que se convierta en un testigo elocuente de que hay una actividad, la teatral, que es necesaria y sobre la que hacedorxs y espectadorxs están ávidos de volcarse de vuelta para reafirmar su existencia. 

David Gaitán

30 de julio, 2020.

David Gaitán nació en la Ciudad de México en 1984. Dramaturgo, director de escena, actor y docente. Su trabajo se ha presentado en países como Alemania, Argentina, España, Colombia, Francia, Uruguay, Inglaterra, Chile, Estados Unidos, Costa Rica, Singapur, Ecuador, Venezuela, entre otros. Ha sido reconocido con diversos fondos por las instituciones más importantes de su país y ha ganado premios de diversas asociaciones como dramaturgo, actor y director.

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